El nombre del lugar bajo nuestros pies
- Karla González

- 30 nov
- 4 Min. de lectura
Una de las particularidades cognitivas que tienen los seres humanos es su capacidad
de nombrar cosas. Casi todo objeto, desde las partículas fundamentales que
comprenden la materia hasta los astros de tallas imposibles de imaginar, tiene un
nombre. Ideas intangibles como sentimientos y emociones han sido nombradas, y sus
definiciones compuestas de tal manera que es posible que dos personas comuniquen
una sensación que, en inicio, es inmaterial y personal.
Este mismo fenómeno ocurre con los lugares. Necesitamos dotar de un nombre a los
sitios para hacer referencia a ellos y comentarlos con los demás. Al darle un nombre a
un lugar, le dotamos de identidad y personalidad. Es imposible no evocar ideas al
hablar de “Tijuana”, “Ensenada”, “Seúl” o “Berlín”; podemos ubicar estos lugares geográficamente (o por lo menos de forma vaga), tenemos una idea de cómo son y de
la gente que vive en ellos. A la rama de la onomástica que estudia los nombres propios
de los lugares se le conoce como toponimia (del griego tópos, lugar, y ónyma, nombre).
A los nombres de los sitios los conocemos como topónimos. Palabras como Tijuana,
Guadalajara, Pátzcuaro o Shanghái son todos topónimos. Estos pueden originarse por
una gran variedad de motivos: desde el intento de describir en un par de palabras la
condición de un sitio, una necesidad colonizadora de eliminar la identidad de un lugar
para controlar a una población, hasta un malentendido entre personas, como lo es el
caso de “Yucatán”.
Es importante resaltar que un mismo sitio puede cambiar de topónimo con el tiempo,
recibiendo distintos nombres a lo largo de la historia. Como bien lo menciona León-
Portilla en su artículo titulado “Toponimia e Identidad”, de la revista Arqueología
Mexicana: “en esos nombres [los topónimos] es perceptible una especie de estratos,
como ocurre también en la arqueología”. Este proceso de apilado de nombres es muy
común, en donde nombres provenientes de distintas culturas, escritos o hablados en
distintas lenguas, se sobreponen unos sobre otros. Este proceso llega a sepultar varios
nombres con el pasar de los años, perdiéndose de forma silenciosa. Cabe destacar que esto no solo ocurre en regiones con amplia historia documentada como el mediterráneo
o mesoamérica, sino que también pasa aquí, en Baja California.
La historia de los humanos en Baja California puede ser tan antigua como 130 000
años, de acuerdo con la presencia de posibles restos óseos humanos en el sitio
arqueológico Cerutti Mastodon, en San Diego. Tenemos poca información sobre cómo
los humanos se comunicaban en esos tiempos y menos sobre los nombres que
otorgaban a los lugares. Los registros confiables más recientes comienzan con los
nativos kumiai, tribu yumana cuya presencia en la región data por lo menos de doce
milenios.
Este grupo tiene la costumbre de nombrar los sitios de acuerdo con la condición del
agua del lugar: Jacumé (agua hedionda), Jamau (agua caliente), Jacur (agua fría). Se
tiene registro de por lo menos 26 lugares que reciben su nombre de esta manera. No
resulta extraño que estas comunidades hayan nombrado los sitios por la calidad de su
agua, ya que este siempre ha sido un recurso limitado en el noroeste de Baja California
y designarlos en función de estas cualidades les ayudaba a hacerse una idea de las
condiciones del lugar.
Desde el siglo XV, con la llegada de los misioneros jesuitas, franciscanos y dominicos,
muchos sitios cambiaron de nombre para hacer referencia a algún santo de la fe
católica, como San Pedro Mártir, San Vicente, San Telmo, San Rafael, entre otros. Este
cambio de nombre no es accidental y tenía entre sus intenciones suprimir la cultura
local y reemplazarla por la colonizadora. Incluso los mismos kumiai recibieron un
cambio de nombre, pasando a llamarse “Diegueños” después del establecimiento de la
misión de San Diego, en la ciudad que hoy lleva ese mismo nombre. Muchos de estos
nombres, como los que se mencionaron anteriormente, aún siguen en uso.
En tiempos más recientes, muchos de los primeros asentamientos modernos de la
ciudad recibieron su nombre de atributos naturales. El Sauzal (antes de ser el Sauzal
de Rodríguez) probablemente recibió su nombre debido a la presencia de sauces
(árboles del género Salix sp.), los cuales están asociados a arroyos. Ojos Negros
recibió su nombre debido a la presencia de lagunas, ahora extintas, que al ser vistas desde cierto ángulo parecían verse como círculos oscuros. Pedregal Playitas, una
colonia fundada hace casi medio siglo, recibió su nombre debido al espacio
accidentado en el que se estableció, el cual estaba junto a una playa arenosa; hoy en
día, la playa ha desaparecido a manos de la marina de Quintas Papagayo. Ahora al
sitio se le refiere más como Pedregal que como Playitas.
Siguiendo esta misma línea, si se observan las fotografías tomadas de la bahía de
Todos Santos de principios del siglo XX, notamos que por esas fechas se gozaba de
una playa arenosa que se extendía desde las inmediaciones del cerro del Vigía hasta la
playa de la Joya, casi de manera ininterrumpida. Era natural que, a finales del siglo
XIX, a este sitio se le considerara el nombre de Ensenada: “parte del mar que entra en
la tierra”. Hoy en día sería difícil que esta zona geográfica recibiera este mismo
nombre, debido a que difícilmente cumple con la definición de una ensenada.
Los cambios en los topónimos siguen ocurriendo, evidenciando el cambio en la cultura
de los sitios o de las manos poseedoras de la tierra. Un desarrollo turístico en el
extremo noroeste de Punta Banda lleva por nombre Punta Brava, intentando dotar al
sitio de un nombre más comercial e imponente. Tampoco es extraño ver nombres
antepuestos con Playa por Beach (Estero Beach) y Bay, apelando más al mercado
norteamericano.
Detenernos a pensar en los nombres de los sitios que frecuentamos nos puede revelar
detalles de un pasado distante que solo sobrevive a través de su nombre. Como
habitantes de estas tierras, es importante detenernos a observar cómo se nombra a los
lugares y el porqué de ello. Los nombres ocultan historias que pudieron haber sido
escritas hace cientos o miles de años, en un paisaje quizá irreconocible del actual.
Escrito por: Diego Maldonado de la Torre



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